Barú, el pueblo rodeado por el mar que sufre por el agua

October 30 de 2018

A esta isla cercana a Cartagena la conocen por sus playas y complejos hoteleros. Pero a solo tres kilómetros de la zona turística, sus pobladores originarios no cuentan con un sistema de acueducto digno..

Barú, el pueblo rodeado por el mar que sufre por el agua

| En Cartagena, la población urbana tiene una cobertura en suministro de agua potable del 95,3 por ciento, mientras la zona rural solo tiene el 4,6 por ciento. | Por: Rafael Bossio


Por: Mariana Sanz de Santamaría
@marisanzdes

Una vez al mes parte desde Cartagena una embarcación gigante cargada de agua con destino a Barú, un corregimiento de la península de Barú. Al llegar, vacía el agua en una alberca enorme que la distribuye a dos piletas, donde los baruleros la compran por tanques. Hay una por la calle Real y otra por la del Coco. Antes eran cinco piletas, pero cerraron tres. Con tanques de plástico blancos y amarillos de 20 litros (que equivalen a 5 galones), los habitantes llegan a las piletas para abastecerse de agua diariamente. Todos tienen en sus casas de esos tanques. Una vez llenos, los transportan hasta sus residencias en carretillas por las calles sin pavimentar del pueblo. Así funciona el servicio de agua en una de las islas más turísticas de Colombia.

Por sus playas de arena blanca y el color turquesa del mar, Barú es una península valiosa para el turismo del Caribe. Allí se han levantado casas privadas de recreo, clubes náuticos, condominios y más de 50 hospedajes, desde algunos de los hoteles más lujosos del país hasta hostales para viajeros de bajo presupuesto. Son construcciones que tienen un sistema de suministro de agua potable y disposición de aguas residuales que cumple con los estándares de exige la norma turística. Pero el corregimiento de Barú, una comunidad afrodescendiente de aproximadamente 4.000 miembros y que empezó a habitar esta isla hace más de 200 años, aún no tiene un acueducto y alcantarillado digno.

En Cartagena, la población urbana (sin contar a las islas) tiene una cobertura en suministro de agua potable del 95,3 por ciento de acuerdo al informe de calidad de vida de 2017 hecho por la organización Cartagena Cómo Vamos. La población rural, en cambio, tan solo tiene un 4,6 por ciento en este ítem. Esto significa que hay más de 39.000 personas sin acueducto en las zonas rurales. La brecha urbana-rural a nivel nacional es de 92,9 por ciento frente a 24, lo que quiere decir que existen más de 3,6 millones de colombianos sin acceso a agua para consumo.


 

La forma en que los habitantes de Barú obtienen agua potable son las piletas. © RAFAEL BOSSIO


 

Las piletas, el acueducto de Barú

Soy de Bogotá, pero vivo en Barú desde hace 10 meses y trabajo como profesora de inglés de la Institución Educativa Luis Felipe Cabrera, el colegio del pueblo. Pese al tiempo que llevo en la península, aún trato de entender cómo sobreviven sus pobladores sin agua potable y cómo ocurre esto a 3 kilómetros de algunos de los hoteles más costosos del país.

El Consejo Comunitario de Barú, máxima autoridad del corregimiento, exigió los derechos que la ley 70 de 1993 le otorga. También instauró una tutela en el 2012 contra Puerto Bahía por el impacto negativo del proyecto portuario en la isla. La Corte Constitucional, en la sentencia T-172 del 2013, la concedió a favor del Consejo y con el dinero obtenido en la negociación durante con esta empresa se instaló la infraestructura del sistema de suministro de agua que, a pesar de tener dificultades y ser insuficiente, ha funcionado hasta hoy: las piletas.

Mensualmente, el Consejo paga directamente la embarcación o bongo de agua en Cartagena. Cada pileta es administrada por un barulero o una familia del corregimiento, que cobra a la comunidad por llenar los tanques. El precio por llenado no es fijo, pues depende de si el bongo llega en el tiempo previsto o se demora. Pero un costo estimado por tanque va entre los 600 y 1.000 pesos. Las utilidades de esa venta se dividen: un porcentaje se queda en el Consejo, que lo invierte en el mantenimiento de la alberca y las piletas; y en las fiestas patronales de mayo y noviembre. El otro va al bolsillo de quien administra el suministro.

Desde la ventana de la cocina de la casa en donde vivo, todas las mañanas veo a mis vecinas caminar hacia la pileta más cercana con sus hijos y varios tanques en las manos. Los niños ayudan a cargar los recipientes. Mientras esperan su turno para el llenado, las madres se actualizan de los últimos hechos en el corregimiento. Esa tarea diaria se volvió en un momento de encuentro entre las mujeres de la comunidad. “El hombre se va a trabajar y la mujer tiene que hacer aseo. No se va a quedar esperando a que llegue el marido para traer el agua. Vamos nosotras”, me responde Yurica cuando le pregunto por qué son ellas las que van por agua.

Como llevar los tanques llenos de agua a las casas representa un gran esfuerzo físico, algunos jóvenes ayudan en esa labor por unos pesos. Son los aguateros. Andan por ahí con carretillas para transportar los recipientes y vaciarlos en tanques más grandes. Varios de ellos asisten a mis clases. Hay hogares que tienen aguateros fijos, pero a veces no aparecen y a las mujeres les toca conseguir a otros que las auxilien. El precio de este trabajo oscila entre 500 y 800 pesos por tanque. La cuenta para tener agua potable no sale barata.

Durante los 10 meses que llevo aquí he vivido tres crisis de agua. “Seño, estamos secos, no hay agua”, me dijo una vez Ruby, madre de una de mis estudiantes y quien me ayuda lavando mi ropa con lavadoras mecánicas que llenan con medio tanque de agua. La primera crisis fue porque el bongo se demoró en llegar. En la segunda nos quedamos tres días sin luz y la motobomba de la alberca no funcionaba. Y la tercera ocurrió porque la intermitencia de la electricidad había dañado la motobomba. La angustia de la comunidad en esos momentos es indescriptible. Entre las casas se prestan agua, y cuando este sistema vuelve a funcionar, los pobladores de Barú se amontonan en las piletas, desesperados por llenar sus tanques.

 


4,6 por ciento 
es la cobertura en agua potable que tienen las zonas rurales de Cartagena. 
 

La lluvía también se ha convertido en una fuente de agua recurrente en Barú. © RAFAEL BOSSIO


Tanques, baldes y ‘chocoritos’

En esta isla vine a entender la utilidad e importancia de los recipientes. Cada casa tiene una variedad de tanques, baldes, baldecitos, cocas, coquitas… Y cada uno almacena un agua diferente: la que está hervida, la que está sucia, la de las manos, la que es para lavar platos o ropa, la del aseo, la de bañarse.

El colegio del pueblo compra mensualmente agua directamente al bongo. La deposita en una enorme pileta subterránea. Esa agua debe suplir las necesidades de los estudiantes y los profesores, quienes tenemos derecho a un tanque (20 litros) por día. Por lo menos cinco niños al día me ruegan por agua en la institución y hasta el mes de septiembre se puso en funcionamiento un filtro para ellos. Realmente no es agua potable, pero igual se la toman sedientos. Viven con deshidratación crónica, pues no están acostumbrados a tomar la cantidad de agua que su cuerpo necesita. Simple: porque no hay.

También he aprendido —a la fuerza— lo que significa ser consciente con el uso del agua, de minimizar su desperdicio. Por ejemplo, en la casa y el colegio tengo siempre una coquita o ‘chocorito’ con agua para lavarme los manos hasta que ya se torne blanca, para ahí sí cambiarla. Esa agua la guardo y me sirve para limpiar el inodoro. Es una de las tantas estrategias domésticas que aquí tienen para rendir el agua o tratarla. Saber utilizar el cloro es indispensable en el corregimiento de Barú. Aunque el agua que trae la embarcación desde Cartagena es limpia, no es potable. Y con este químico se eliminan las bacterias que pueden adherirse en los tanques y demás recipientes. La dosificación del cloro es a ojo. “Seño, échele una pizquita hasta que el agua se ponga clara. Ahí ya está”, me dice un vecino. Es un cálculo riesgoso.

Ahora, el agua para beber tiene otra logística. Hay diferentes procesos que hacen los baruleros para volverla potable. Algunos solo la hierven, otros la filtran con tela de ropa vieja luego de calentarla. Hay quienes tienen purificadores (comprados o fabricados por ellos mismos), mientras que otros se la toman sin aplicarle un tratamiento. También se consiguen botellones o bolsas grandes de agua, pero en todo el pueblo hay una sola tienda donde se pueden comprar, a un precio alto para la gente de la península.

En cuanto a la salubridad por consumir el agua, por mi parte ya me acostumbré que cada mes me dé un o dos episodios de diarrea. Pero no soy la única que sufre de alguna parasitosis. Una estudiante de sexto grado me mostró cómo en uno de sus pies vivía un gusano. En el corregimiento no hay manera de prevenir o tratar enfermedades producidas por el agua, pues no existe un centro médico desde hace más de cinco años. El puesto más cercano es el de Santa Ana, otro corregimiento de la isla que queda a 20 kilómetros y que se contacta con Barú por medio de una carretera en mal estado. Si la enfermedad se agudiza, toca viajar hasta Cartagena en lancha, un trayecto costoso y que dura una hora.

 

A pesar de las alternativas para traer el agua potable (tanques elevados, sistemas de tuberías simples y filtros de tratamiento de agua), no se ha dada alguna solución. © RAFAEL BOSSIO


La lluvia

A principios de mayo de este año, y mientras les daba clase a los de cuarto grado, Trinidad, una de mis estudiantes, empezó a gritar: “¡Seño, esta? serenando!”. Antes de cerciorarme, el salón quedó vacío porque los niños salieron a ver la lluvia. No caía agua desde hace seis meses. Las calles de alrededor del colegio se llenaron de jóvenes y adultos que aprovecharon para bañarse. También sacaron baldes y grandes tanques para llenarlos con los chorros que caían de los techos. Hasta se inventaron embudos para depositar el agua en otros recipientes.

La primera parte del aguacero es de ‘agua mala’, dicen en Barú, pues limpia los techos y las canaletas del polvo y las hojas. La gente se sube al techo de sus casas, sacan la basura que allí se aloja y luego recogen el agua que cae ‘limpia’. En el corregimiento no se desperdicia la lluvia.

 


Entre 600 y 1.000 pesos
cuesta llegar con agua un tanque (que equivale a 5 galones o 20 litros). 
 

Los pobladores del corregimiento de Barú reclaman un alcantarillado.  Es una promesa incumplida por el Estado. © RAFAEL BOSSIO


 

¿Y para cuándo el alcantarillado?

Con las tecnologías hoy existentes que solucionan demandas básicas en lugares remotos, se podría instalar en las casas del corregimiento de Barú tanques elevados, sistemas de tuberías simples, filtros de tratamiento de agua y otras alternativas que ya funcionan los hoteles y casas de recreo de la isla. Pero hay inconvenientes para que esto sea una realidad.

Uno de los obstáculos es el alto costo de la instalación de estas alternativas, al que se suma el valor del mantenimiento. La comunidad de Barú no cuenta con amplios recursos económicos. Pero la principal razón es la ausencia estatal en este rincón de Cartagena, debido a que aún no se diseña y ejecuta un acueducto con alcantarillado que garantice el derecho al agua potable. En repetidas ocasiones, pero principalmente en época electoral, los políticos de la región prometen la construcción de un acueducto. Pero la desconfianza entre los habitantes del corregimiento ha crecido tanto que rechazaron participar en jornadas electorales. En las legislativas y las presidenciales de 2014 nadie salió a votar, generando así un abstencionismo del 100 por ciento. Fue la manera de protestar contra los incumplimientos.

El distrito de Cartagena ha puesto en consideración del Consejo Comunitario propuestas que solucionan la falta de agua potable, pero fueron rechazadas porque no incluían un sistema de alcantarillado. Los miembros de esta organización argumentan que se requiere de tratamiento de aguas residuales porque en el corregimiento se necesita de mínimo en saneamiento. “Si van a hacer algo, que lo hagan bien o déjennos así”, señala un líder ambiental de la península.

La brecha entre los hogares cartageneros que tienen acueducto y alcantarillado y los que no pasó del 6,33 en 2016 a 6,56 por ciento en 2017 según Cartagena Cómo Vamos. Mientras hay una cobertura del 4,6 por ciento de acueductos en zonas rurales, en alcantarillado tan solo alcanza el 1,9. Esto equivale a 40.216 personas sin un sistema de manejo de aguas residuales.

 

La construcción de un proyecto de Aviatur prometía traer agua a la región, pero fue un proyecto a medias. © RAFAEL BOSSIO



Más de 39.000 personas 
no tiene acueducto en las zonas rurales de Cartagena
 

Una solución a medias

En 2015, la fundación Mamonal llevó a cinco líderes comunitarios de la zona hasta Cancún, en México, para que aprendieran cómo funcionaba una planta desalinizadora de agua. La intención era que adquirieran conocimientos para instalar un sistema similar en un predio de la isla que prometió ceder la fundación Aviatur. Ese proyecto nunca se llevó a cabo.

 


«Han venido muchas veces y se van. Vienen del distrito, de empresas, de fundaciones, de particulares… Y no concretan algo. Poner agua en esta comunidad antes no les convenía, porque la tierra se valorizaba mucho. Pero ahora sí les interesa, pues nos compraron la tierra barata».

 

Miembro del Consejo Comunitario de Barú




La Universidad de los Andes, junto con la universidad EAFIT de Medellín y otras instituciones, llevan un tiempo estructurando el proyecto BASIC, para diseñar un sistema de acueducto y alcantarillado que funcione en el corregimiento. Con la elaboración del diseño se buscará a un interesado en materializarlo.

Mientras, en el pueblo se habla de que ahora sí tendrán agua. Con el inicio de la construcción de la carretera que conectará al corregimiento con Cartagena a través de Playetas, los pobladores tienen la esperanza de contar, por fin, con un acueducto, pues la obra aceleraría el proceso de adjudicación del sistema de agua potable. Pero según Leonard Vallecillas, presidente del Consejo Comunitario y padre de una de mis estudiantes: “Nosotros no creemos nada hasta que acá haya agua”.

La concesión de esa carretera también ha tenido obstáculos. Uno de ellos es la expedición de la licencia ambiental. Es un tramo de kilómetro y medio que cruzará una playa y una zona de manglares, lo que requerirá de un manejo cuidadoso para no impactar negativamente estos ecosistemas. Otro inconveniente es el incumplimiento de una consulta popular con las comunidades afrodescendientes que residen en la isla. Desde mayo de este año, coincidiendo con la inauguración del hotel Las Islas de Aviatur, empezaron a construir la vía.

 

POR: Mariana Sanz de Santamaría | Colaboradora regional

@marisanzdes


 





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Semana Rural. Un producto de Proyectos Semana S.A. financiado con el apoyo de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) a través del programa de Alianzas para la Reconciliación operado en Colombia por ACDI/VOCA. Los contenidos son responsabilidad de Proyectos Semana S.A. y no necesariamente reflejan las opiniones de USAID o del gobierno de Estados Unidos.