Junto a sus nueve hijos, Elena llegó a Cali en el 2008 tras huir de la violencia que sufrió en una vereda de Timbiquí, Cauca. Ahora le canta a la paz desde su agrupación, Integración Pacífica .
| Elena llegó a Cali con su esposo y sus nueve hijos. Empezó a vivir en el asentamiento de Comuneros II. | Por: Jair F. Coll / Para Semana Rural
Elena Hinestroza Venté se preguntaba cuando era niña, a finales de los 70’: ¿cómo era posible que la guerrilla llegó hasta Cheté, su vereda natal, después de cruzar el monte con el filo del machete? ¿Por qué no se transportaban por la vía principal, que es el río Timbiquí?
“Inicialmente, ellos caminaban por el pueblo sin armas, aunque sí con camuflado. Era para no generar pánico”, explica Elena.
La primera vez que vio a uno de los ‘guerros’ -como les dicen allí- con un arma fue en el 2002. Elena estaba barequendo -buscando oro- en la orilla del río cuando vio que desde una colina, al lado de un piñal, un ‘guerro’ apuntaba hacia ella con un fusil. La mujer volvió la mirada atrás y vio a un hombre con camiseta de camuflado que caminaba como yendo a Venté. Elena no se movió. Quizá el ‘guerro’ no pensaba en ella, quizá ni siquiera la hubiese distinguido. Pasaron unos segundos y el centinela bajó el fusil. El hombre con el camuflado no era del Ejército, sino un paisano de su pueblo.
“No vuelva a usar esa camiseta, lo pueden confundir de nuevo”, le sugirió Elena luego de contarle lo ocurrido.
Cuando ambos regresaron a Venté, la comunidad estaba reunida obedeciendo a una convocatoria de la guerrilla. Los insurgentes empezaron a ocultar el armamento en las casas, algunos miembros se llevaban las gallinas y el toque de queda regía en el pueblo.
En marzo del 2008, Elena hizo huyó...
“La única forma de completarme era rescatar mi tradición. Era el canto y la poesía. Era formar un grupo musical”, dice Elena, quien recuerda su llegada a Cali por cuenta de la violencia.
Componía desde pequeña, y aunque las melodías eran calcos de las que escuchaba en la radio de su padre, los versos sí eran propios. Elena cantaba para tranquilizarse. Por petición de las maestras, interpretaba una que otra pieza cada viernes cultural en la escuela de Cheté.
Elena llegó a la capital vallecaucana con su esposo, José Domingo Cuero, y sus nueve hijos. Empezó a vivir en el asentamiento de Comuneros II. Las aguas vecinas ya no eran las del río Timbiquí, sino las de un caño sin nombre.
Luis Fernando Hurtado, Jorge Armando Grueso y José Domingo Hinestroza hijo, miembros de Integración Pacífica, esperan que iniciar una presentación musical en la Fundación Aescena, sur de Cali.
Zoranlly Elena Hinestroza, hija de Elena, durante un ensayo de Integración Pacífica en la terraza de su familia.
“La lluvia era lo peor que nos podía pasar”, asegura Zoranlly, hija de Elena. “Las tejas salían volando y el caño se inundaba hasta desbordarse. Nos llegaba hasta la cintura. Luego debíamos echarnos alcohol”.
Mientras su marido trabajaba en construcciones y ella vendía chontaduros en las calles de la ciudad o hacía de empleada doméstica, Elena tocaba las puertas de Comuneros II. Allí buscaba artistas para formar una agrupación musical del Pacífico: sabía que gran parte de los habitantes del sector eran oriundos de municipios costeros de Nariño o Cauca.
“Decidimos llamarnos Integración Pacífica, porque le cantábamos a la paz”.
En el 2013, Elena recibió un llamado que la obligó salir de Cali para volver a Cheté. Un hermano suyo le avisó que la familia necesitaba extraer oro de la Mina Honda, aquella que habían heredado de sus ancestros esclavos.
A inicios del siglo XX, la compañía ingresó The New Timbiquí Gold Mines Ltda. tituló el terreno como suyo, desde la bocana del municipio hasta abajo. Pese a la libertad de los esclavos en 1851, todos los habitantes de Timbiquí debían trabajar para la empresa; con el oro extraído compraban la libertad de ellos y sus familias. Si ofrecían resistencia, eran expulsados del pueblo, como le sucedió a Agustín Hinestroza, bisabuelo de Elena, quien debía volver a ese lugar.
Elena sonríe a su nieto Rony Samuel Venté, de tres años, quien asoma los pies desde un coche.
Tras extraer suficiente oro en arduas jornadas de minería artesanal, Elena regresó a Cali para evitar que Integración Pacífica desapareciera. Con la plata que hizo compró marimbas, guasá y tamboras para el grupo, y una casa de dos pisos en el barrio Los Lagos, en el oriente de la ciudad, donde los Cuero Hinestroza viven desde hace cinco años.
En la terraza nunca hay silencio. Cuando no son las canciones de Integración Pacífica, son los vecinos que disfrutan de la música popular en sus equipos de sonido. Desde allí recuerda los episodios que la obligaron a huir de Cheté en 2008.
“En el 2004 el Ejército se metió para emboscar al ELN. Algunos guerrilleros estaban sin ropa, uno los veía correr sin camisa y las armas no las tenían a la mano. Yo sentía que fumigaban el pueblo a bala, de lado a lado. Y como las casas eran de madera, todo el mundo arrancó hacia una de cemento, la única que había por ahí. Pero cuando creo que voy de una con todos los mis hijos, me doy cuenta de que me hace falta la más pequeña. Entonces voy de regreso y en el camino siento algo así como una llama que por poquísimo me cae encima, una llama que formó un hueco en la tierra. Finalmente, logré rescatar a mi hija, que lloraba sostenida de una baranda, y llevármela a la casa de cemento”.
Elena tiene nueve hijos. María Fernanda Cuero es uno de ellos y hace parte de Integración Pacífica.
Pero la emboscada no impidió que el ELN se fuera de Cheté. Empezaron a tildar a los habitantes de “sapos”, cómplices del Ejército por la muerte de “sus camaradas”. A Elena la hostigaron porque no quiso prestar una lancha de la que se hacía cargo por ser líder comunal. Fue en el año 2017:
Eran las ocho la noche y Elena regresaba exhausta tras un ensayo musical con su agrupación de mujeres en la vereda. Se quedó dormida y la despertó una mano que le cerró la boca. Elena sabía de las amenazas en su contra y por eso sacó valor para agarrarle el cinturón del hombre, donde llevaba la pistola. Ambos forcejearon en silencio hasta que el tipo le soltó la boca para agarrar el arma.
“De una grité “¡Me matan! ¡Me matan!”. Eso despertó a todos en la casa. Y por el susto, logré subir por una abertura y pasarme a otro cuarto. El hombre logró huir. Nunca pensé que se trataba un intento por violarme”.
Al fondo de la terraza, cerca de las escaleras que conectan con segundo piso, se encuentra un caluroso cuarto que guarda un viejo televisor de cola, dos camas, instrumentos del Pacífico, las faldas de Elena. En una pared cuelga una foto de esta, cuando tenía alrededor de 30 años.
–Fíjese, ¿no ve lo enferma que me veo ahí?
El flash en la imagen envejece sus expresiones y acentúa sus ojeras. Los ojos miran de frente como en las fotografías de cédula, pero luce decaída, abrumada, parece otra persona. Por esa época sufrió lo peor del desarraigo, su esposo José Domingo era perseguido por ser inspector de Policía y concejal; la autoridad no le pertenecía al pueblo y las madres escondían a sus hijos para que los ‘guerros’ no se los llevaran.
Al lado de esa imagen triste está otra más reciente, más cercana a los 52 años que tiene Elena hoy día. Viste de azul y luce un turbante aguamarina. Se notaba que para el momento en que la fotografiaron ya había formado Integración Pacífica. “Me completé para rescatar mi tradición”.
Hoy Elena sonríe en la foto, pero también fuera de ella.
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Por: JAIR F. COLL
El cultivo de estos frutos, una herencia ancestral, se ha convertido en una forma de resistencia y esperanza para los campesinos y desmovilizados de esta región donde la violencia sigue latente.