Un grupo de hombres y mujeres conserva la tradición, desde hace casi cuatro generaciones, de salir a recorrer las calles de la ciudad durante la Semana Santa como muestra de fe y penitencia.
| Las procesiones en Tunja tratan de conservar la misma esencia que las que se hacían en La Conquista. | Por: Julián Ríos Monroy
Las estrechas calles del centro histórico de Tunja se inundan con el humo del incienso durante el Viernes Santo. Mientras los andenes soportan el peso de una multitud expectante, el asfalto le cede su espacio a decenas de pies descalzos que apenas se alcanzan a ver bajo túnicas largas y gorros puntiagudos. La escena parece sacada de uno de los lienzos de la Inquisición pintados por Goya.
“Esto es una tradición. Nuestras familias lo iniciaron y ahora hay hasta cuatro generaciones acá: los abuelitos fueron penitentes, los hijos siguieron, luego los nietos y ahí van”.
- Gonzalo Gutiérrez, Nazareno.
Pero estos atuendos ya no son usados por los condenados a pena de muerte, como era costumbre en España durante la Edad Media. Actualmente, a más de ocho millones de kilómetros de la península Ibérica, en la fría capital del departamento de Boyacá los miembros de la Sociedad de Nazarenos salen a recorrer las calles como muestra de su fe y penitencia.
Cerca de 400 hombres y mujeres –conocidos como nazarenos o penitentes– hacen fila a lo largo de las calles de la ciudad cargando en sus hombros el peso de esculturas de tamaño real que recrean los pasos del viacrucis y otros fragmentos o personajes bíblicos. Se alistan para emprender una procesión que tarda cerca de dos horas, y recorre las manzanas aledañas a la Plaza de Bolívar.
“Cargar en secreto hace parte de la penitencia, por eso usamos el capirote. Cargamos desde que salimos hasta que llegamos, esa es la penitencia. Uno no puede hacer cambios en el camino. Como salió, así llegó”.
- Pedro Cujavante, Nazareno.
Antes de comenzar la marcha, el carbón se introduce en los incensarios y, alentado por los soplidos del jefe de paso –que va a la cabeza de su grupo, cargando el estandarte–, comienza a aparecer aquel humo gris que se diluye por las calles, y penetra el ambiente con su característico olor. De fondo, suenan los bombos y las liras de la Banda heráldica de la Primera Brigada de la Policía Militar, que acompaña la procesión de principio a fin.
El desfile está por arrancar. Los pasos procesionales, como se le conoce a las gigantes esculturas, se muestran imponentes ante los ojos de feligreses, turistas y curiosos que se aglomeran en los andenes. Pasadas las cinco de la tarde, los pies descalzos comienzan a moverse sobre el pavimento.
La acera no solo separa al público expectante de los nazarenos, sino que también marca la frontera entre la escena inquisidora y la moderna. Por las calles solo se observan túnicas largas de distintos colores y bordados, capirotes [sombreros altos con forma de cono] de un sinnúmero de tamaños, cíngulos [cordones que sirven de cinturón] y bastones. El paisaje solo se ve interrumpido por los uniformes verdes de los policías que manchan de forma llamativa el desfile.
Tras recorrer las manzanas contiguas a la plaza central de Tunja los nazarenos se aproximan al punto final del recorrido, que varía según el día, pero suele ser uno de los templos religiosos del centro de la ciudad. Llegan con una que otra ampolla en la planta del pie y los hombros ceñidos por las trabajaderas de madera sobre las cuales se apoya el paso. Allí, pasadas las siete de la noche, los penitentes dejan su apariencia inquisidora (que hasta llega a confundirse con la del Ku Klux Klan), para volver a ser los abuelos, padres e hijos de esta tierra boyacense.
EL PERFIL DEL FOTÓGRAFO
POR:
JULIÁN RÍOS MONROY
(Instagram: @julianrios_m)
Periodista y fotógrafo freelance. Nacido en Tunja (Boyacá), lleva cerca de dos años trabajando temas relacionados con el conflicto armado y la construcción de memoria histórica en Colombia. Esto, sumado a su estrecho lazo con la ruralidad y su gente, lo ha llevado a retratar la cotidianidad del campo, las prácticas culturales propias de su región, y el abandono y resiliencia de aquellas personas y lugares que han sobrevivido al rigor de la guerra.
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