La aclamada producción cinematográfica Señorita María, estrenada en el último Festival Internacional de Cine de Cartagena, y que narra la historia de una mujer trans campesina de Boyacá, nos dio la oportunidad de recordar un tema pendiente en lo referente a la creciente y consolidada lucha del movimiento LGBT en Colombia: el reconocimiento y la posibilidad de construir espacios de igualdad para ellos y ellas en los entornos campesinos y rurales del país.
Basta echar un vistazo para darnos cuenta de que el creciente y necesario avance de las agendas del movimiento LGBT ha estado enmarcado en las grandes urbes y escenarios urbanos y la ausencia de esta reflexión en la ruralidad. Allí, además las prácticas morales y de control social, se han naturalizado los prejuicios, imaginarios y el desprecio hacia las personas que manifiestan diversidad sexual, y pareciera que la única opción que tiene una persona campesina o en la ruralidad, y que se reconoce en el marco de la diversidad sexual, es migrar a las grandes ciudades y construir una vida lejos del campo y sus dinámicas. Ser campesino gay o lideresa rural lesbiana no parece una opción. La enunciación del género, diferente a la socialmente establecida, no parece tener cabida.
Hay dos razones que han mantenido en este olvido al ciudadano LGBT de la ruralidad: la ausencia del Estado como garante de los derechos y propiciador de la igualdad y las estructuras feudales, ancladas en la cultura de relación donde la dominación y la dependencia amo–esclavo. Ambas siguen satanizando y considerando como algo innatural e impropio el empoderamiento ciudadano, la igualdad de género y la diversidad sexual.
En el caso de Colombia, la ausencia de movilización de las personas LGBT en territorios rurales estuvo además- acompañada de las fuertes presiones del conflicto armado interno. Esto hizo coincidir el recrudecimiento del conflicto con las mismas décadas en las que se posesionaba la agenda del movimiento de la diversidad sexual. Se fabricaba un proyecto político de moralidad excluyente que rápidamente cobró entre sus víctimas personas LGBT, no como una consecuencia indirecta, sino como el resultado de un plan de sociedad rural donde ellos y ellas debían ser expulsados.
Relatos como la persecución de grupos guerrilleros en los Montes de María a líderes homosexuales, la utilización en redes de explotación sexual de mujeres trans en el norte del Tolima, la presión a hombres gays y mujeres trans para someterles a las redes de tráfico de drogas en la Mojana Sucreña, o la violencia sexual hacia mujeres lesbianas en cercanías de la Sierra Nevada, entre muchos otros casos, dan cuenta de cómo en la ruralidad el conflicto armado exacerbó la vida de las personas LGBT.
Pero la exigencia del movimiento LGBT en los procesos de paz ha tenido efecto. En 1990 apareció la expresión de Planeta Paz como rechazo a la violencia sufrida por ellos y ellas en el marco del conflicto armado. El actual Acuerdo de Paz abre las condiciones no solo a que Colombia consolide el respeto y el reconocimiento a personas LGBT y no permite ningún tipo de retroceso, de expresiones contrarias a la igualdad. El acuerdo se propone que avancemos y abramos el camino para que los campos y veredas logren garantizar vida digna a los LGBT en su reconstrucción del tejido social. Muchos de ellos resistieron a la violencia en sus territorios y desean retornar a la vida agrícola y rural, una vida donde la migración a las grandes ciudades no sea la única opción para constituirse como sujetos libres e iguales.
POR: WILSON CASTAÑEDA
Director de Caribe Afirmativo, organización de la sociedad civil que propende por el respeto y reconocimiento de los derechos de las personas LGBT afectados por el conflicto armado y su participación en la construcción de paz en el Caribe colombiano. Politólogo de la Universidad Nacional, magister en Filosofía y candidato a doctor en Filosofía de la U Pontificia Bolivariana Docente Universitario, columnista, investigador y escritor de textos sobre derechos humanos, paz, diversidad sexual y género. En estos temas: ha asesorado al PNUD, participó en la Mesa de Diálogos entre el gobierno y las FARC y ha sido peticionario en dos audiencias temáticas LGBT ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
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Edilson Pinto y su esposa, Yolima Barbosa, dejaron los cultivos de coca y se han dedicado a atender a los turistas que tras la firma del Acuerdo de Paz encontraron las maravillas del Guaviare.