Ver a estos cetáceos en la Orinoquia puede ser una aventura. Quizá no logre observarlos, pero seguramente regresará a casa con impresionantes postales del paisaje y la fauna llanera. .
| | Por: José Puentes Ramos
Es casi es una obligación. Ver a los delfines rosados es uno de los planes que todo turista debe hacer al llegar al Amazonas. Guías, recepcionistas de hoteles, conductores, meseros, tenderos, porteros… Todos lo recomiendan. Algunos hasta presumen lo difícil que fue tomarles una foto o un video con sus teléfonos. Pero la selva amazónica no es el único sitio en Colombia donde es posible observarlos nadar y saltar como aparecen en las postales de las agencias de viajes.
TEXTO Y FOTOS: JOSÉ PUENTES RAMOS
TONINAS
En la Orinoquía les dicen toninas. Los indígenas de la región los llamaron así según cuentan pescadores y lancheros. Se mueven por anchos ríos como el Ariari, que cruza diferentes pueblos del oriente y sur del Meta. En Puerto Rico, por ejemplo, queda a dos o tres cuadras del parque principal, a una de la calle del comercio y a pocos pasos de los patios de varias casas.
Don Venancio Gutiérrez ve delfines casi todos los días. Cuando pesca, cuando lleva mercancía de una orilla a otra con su lancha, cuando lo contratan para hacer recorridos por el Ariari. O cuando solo quiere pasear en el río con su familia. Sabe que la mañana es el mejor momento del día para observarlos. Y tiene una manera de llamarlos: hace pequeños golpes seguidos contra la madera de su embarcación y en un instante ellos sacan del agua la aleta dorsal o el hocico.
“La vez pasada llevé a unas muchachas extranjeras por el río. Querían ver a las toninas. Nos fuimos temprano del puerto del pueblo y no vimos ninguna. Ninguna. Eso sí, chuparon sol”
me cuenta don Venancio mientras nos sube a su lancha. Prende el motor y empieza el viaje por un pedazo del Ariari.
“…Ya nos devolvíamos para almorzar y las toninas aparecieron. No se imagina la alegría de esas muchachas”.
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EL ARIARI
A los minutos de haber zarpado ya nos encontrábamos en medio del Ariari. Es inmenso. Por fortuna no estaba crecido y pudimos navegarlo. Los lancheros recomiendan el verano, entre noviembre y marzo, como la temporada ideal para recorrerlo. Son meses en los que el nivel del agua baja un poco y aparecen pequeñas playas de arena blanca en medio del agua. Allí los puertorriqueños (no confundir con los habitantes de la isla caribeña) organizan asados, paseos de olla y algunos hasta acampan durante las fiestas decembrinas. El resto del año, en cambio, los días secos se intercalan con las lluvias y aumenta el caudal del río.
Son las 10:30 de la mañana y aún no vemos delfines. Ni siquiera las largas ondas que dejan al mover las aletas o la cola. Son cetáceos que pueden medir hasta dos metros y medio de alto. Por su tamaño no tendría por qué ser difícil observarlos cuando cazan o juegan. En cambio, nos entretuvimos contando garzas. En la orilla de una de las playas de arena blanca encontramos una de plumas blancas con punta negra. A lo lejos, dos de color rojo volaban cerca de un cultivo de yuca. Les dicen corocoras. Encima de don
Venancio y la lancha pasaron ocho más, pero de plumaje gris. Todo esto en menos de cinco minutos. El paraíso para cualquier aficionado al avistamiento de aves.
TARDE DE LAGUNA
Nos decidimos ir a otro sector del Ariari en busca de las toninas. Pero primero, don Venancio nos llevó a la boca de San Vicente. Es un estrecho caño que conduce a la laguna del mismo nombre. Si seguimos por ese hilo de agua, tardamos una hora en llegar. Pero es más fácil entrar por carretera -se demora 20 minutos-. Pasar la tarde en la orilla de esta ciénaga, ver el atardecer naranja, asombrarse con el reflejo del cielo en el agua… Con razón el lanchero nos insistía en visitarla. Aunque si el tiempo es corto, la laguna del Amor está a un costado de la cabecera de Puerto Rico. Es un morichal artificial, un lago con grandes palmas en la mitad. El balneario de los fines de semana o las vacaciones escolares.
T I P S D E V I A J E
La lancha se movió rápido hacia el punto de cruce del Ariari y el Güejar, otro río del Meta. Don Venancio aseguraba que era más probable que los delfines aparecieran allí. Él golpeó una, dos, tres veces la madera, pero no salían. Empezamos a resignarnos, no los veríamos. El consuelo en ese momento fue encontrar filas de tres o cuatro terecas o tortugas terecay flotando sobre troncos viejos. El sonido del motor las espantaba y se arrojaban al agua.
“Intentemos la última vez y si no los vemos, regresamos para almorzar”, pactamos con el lanchero. El calor de mediodía empezaba a fastidiar. Nuevamente nos movimos por el río, pero esta vez no había una coordenada clara. Don Venancio golpeó otra vez la madera: una, dos, tres. Y por fin aparecieron las toninas.
- ¡Sacaron la cola! ¡Están cerquita!
...
- ¡Mire la aleta! ¡¿Le vio el hocico?! ¡Este de allá sacó agua por la nariz!
(en realidad, fue por el espiráculo)
Esos fueron nuestros gritos cada vez que salían del agua por segundos. Todo ocurrió en un instante, por eso las fotos en nuestros teléfonos móviles quedaron horribles. Qué hubiéramos dado en ese momento por tener una cámara profesional.
COMER LO QUE PESCAS
El recorrido valió la pena. Logramos ver a los delfines y de paso conocimos una parte de la fauna del Ariari. De regreso al puerto charlamos con Esteban, un pescador joven de Puerto Rico. También se devolvía al pueblo, pero a vender los 12 nicuros que capturó en toda la mañana con un nylon y carnada. Por cada uno le dieron 2.500 pesos en el mercado. “Aquí pueden venir a pescar y luego van a cualquier restaurante para que les preparen un sancocho”, dice. Cachamas, bagres, dorados y amarillos son otras especies que viven en el río. La única prohibición es el uso de redes o mallas, precisamente para no lastimar a las toninas o las terecas.
Don Venancio aparcó su lancha. Es hora del almuerzo y arranca corriendo hacia su casa. A nosotros nos espera una cachama en salsa y prepararnos para alardear con otros que vimos más que delfines rosados en el Meta.
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