Siete años después, a Wikdi la educación le sigue siendo esquiva

June 10 de 2020

El relato de las largas travesías de un niño indígena para ir a estudiar le valieron en 2013 el premio de periodismo Ortega y Gasset al cronista colombiano Alberto Salcedo. Hoy, cuando ese niño ya cumplió 20 años, acceder a la educación sigue siendo una proeza para él y para sus hermanos. .

Siete años después, a Wikdi la educación le sigue siendo esquiva

| | Por: Daniela Rodríguez


Por: Germán Izquierdo
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A los veinte años, Wikdi ha caminado más que muchas personas en toda su vida. Nació en Unguía, en una región del Chocó donde el mapa se angosta para incrustarse entre Panamá y Antioquia. Creció junto al río Arquía, afluente del Atrato, en una de las dos comunidades de la etnia Kuna Tule que sobreviven en Colombia. Para hacerse bachiller, tuvo que caminar cinco horas diarias durante seis años seguidos, sorteando senderos pedregosos y respirando la humedad del segundo lugar del mundo donde más llueve. Esa odisea diaria, que el cronista Alberto Salcedo registró con maestría en 2013, la repiten hoy los hermanos de Wikdi. Mientras ellos recogen sus huellas, él enfrenta un nuevo reto impuesto por la pandemia: mantener su promedio sobresaliente en la Universidad de Antioquia en un lugar donde la conexión a Internet es nula. 

 

Wikdi se hizo bachiller por su perseverancia, porque Prisciliano, su padre,  profesor de escuela primaria de la comunidad, siempre lo impulsó a seguir. Y también porque tuvo la suerte de superar los obstáculos que se atravesaron en su camino. Otros de su misma generación no lo lograron. De los cerca de cien jóvenes de la comunidad Kuna Tule que tienen su edad, apenas veinte son bachilleres. Y de esos, solo dos -entre ellos Wikdi- se graduaron de un colegio avalado de por el Ministerio de Educación, pues el más cercano lo cerraron porque no cumplía con varios requisitos, como disponer de biblioteca y laboratorio.

 

El camino de la educación para los ciudadanos que viven en muchas regiones de Colombia es tan accidentado como el que han recorrido Wikdi y sus hermanos. De acuerdo con cifras del Dane, los departamentos con mayor índice de necesidades básicas insatisfechas en zonas rurales, en el componente de inasistencia educativa, son Vichada (12,79) Vaupés (12,05) y Guajira (9,88). La brecha es enorme en comparación con las cifras de Bogotá (0,96) y Cundinamarca (1,32). 

 

La región de Wikdi también sufre las consecuencias de una infraestructura educativa deficiente. El secretario de Educación del Chocó, Harold Ramírez,  cuenta que en su departamento hay muchos colegios donde la única presencia institucional es la del maestro. “Actualmente -dice-, hay 92 sedes educativas que no tienen nada. Las clases se dictan bajo un palo de mango, en la caseta comunal, en la casa de un padre de familia o en la propia vivienda del maestro.

 

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© Archivo particular

Mientras en distintas regiones de Colombia los estudiantes y maestros hacen peripecias para no atrasarse, en el Congreso está a punto de hundirse el proyecto de ley que presentó el Partido Verde sobre de Transporte Escolar Rural. Para el congresista Wilmer Leal, coordinador ponente del proyecto ante la Cámara de Representantes, es muy difícil que se apruebe, pues faltan menos de dos semanas para el fin de la legislatura. 

 

Leal, representante por Boyacá, cuenta que con el proyecto esperaban “solucionar una problemática que se ha presentado por décadas en la zonas rurales donde el acceso a la educación está limitado por las condiciones geográficas, geológicas y de distancia con las cabeceras municipales”. Solo en el departamento de Boyacá, dice Leal, el 78 por ciento de los municipios tienen zonas de difícil acceso. Hay casos extremos, como el de la vereda El Moral, en Chita, donde los estudiantes caminan siete horas a diario. 

 

El pasado 28 de mayo, el Gobierno expidió el Decreto 746, que contempla la creación de zonas diferenciales para prestar el transporte escolar en lugares que supongan largos recorridos para los estudiantes. El Partido Verde, sin embargo, considera que el decreto no incluye el tema de pólizas de seguro, ni de caducidad y vigilancia, y tampoco los medios de transporte de tracción animal y no motor, los únicos que pueden transitar por trochas y algunas vías fluviales. “Además, un decreto no es lo mismo que una ley, que deja un marco sólido para atender el transporte especial en el país”.

 

Lejos de los debates, en la Institución Educativa Agrícola de Unguía, el colegio de Wikdi, el rector Críspulo Antonio Rivas imprime montones de papeles. Desde que empezó la cuarentena trabaja de domingo a domingo, sin descanso, en la labor de sacar copias para todos los estudiantes del colegio. Confiesa que el cansancio lo ha hecho pensar en renunciar, pero sigue adelante porque no quiere que algún foráneo tome las riendas del colegio en el que trabaja desde 1993.

 

 


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Hacer guías en papel de cada materia y repartirlas como bien se puede ha sido la única manera de cumplir con lo mínimo del cronograma. Críspulo trabaja en medio de constantes cortes de energía, con la ayuda de algunos profesores nativos del municipio, porque los que son de Quibdó, Istmina y otros lugares no han podido regresar debido a la orden de confinamiento.Le pongo un ejemplo -dice Críspulo, con el tono de voz de quien está acostumbrado a que no lo escuchen del otro lado de la línea-, a nosotros nos toca viajar hasta Turbo para mandar un requerimiento al Ministerio de Educación o a la Secretaría. Y ahora dizque iniciamos las clases virtuales. Yo me pregunto, y usted perdone la grosería, ¿dónde carajos van a hacer los alumnos trabajos virtuales?”.

 

Críspulo, como muchos rectores que viven lejos de las grandes ciudades, está cansado de las carencias y asegura que esta pandemia “es una lección para que el gobierno entienda en qué país estamos viviendo y cuáles son las diferencias entre ser rico y ser pobre”. Lo dice un educador en cuyo colegio los estudiantes tienen que comer de pie y la planta física no se repara hace medio siglo.

 

El colegio que regenta Críspulo y las dificultades que afronta quizás expliquen por qué en Colombia, según las prueblas PISA de 2018, los estudiantes rurales obtuvieron puntajes 38 puntos por debajo de los de las zonas urbanas. 

 

Ser maestro en las zonas rurales de Chocó tampoco es fácil. En todo el departamento hay apenas dos troncales, una conduce a Medellín y la otra a Pereira. El resto son carreteras en mal estado y caminos de herradura. Las rutas fluviales son la única ruta para llegar a muchos lugares del departamento. Uno de los puntos más alejados de Quibdó es Bocas de Limón, a donde se llega después de una travesía que recuerda a las que emprendidas hace tres siglos por los cronistas de Indias, pues llegar a ese lugar supone casi tres días de un viaje que cuesta 2 millones de pesos. 

 

Los maestros que se aventuran a llegar a esos territorios, se desconectan de la civilización, ya que el sueldo de $ 1’800.000  no les alcanza para salir con frecuencia. Para que los correos y mensajes de WhatsApp que les envíen lleguen a sus celulares, los mandan con la única embarcación que sale cada semana hacia el municipio de Litoral de San Juan y esperan a que vuelva para leerlos, como si esperaran la llegada del correo.  

 

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Wikicommons

Para Wikdi las largas caminatas son solo un recuerdo. Hoy cursa una licenciatura en pedagogía de la madre tierra en la Universidad de Antioquia. Hasta hace unos meses, vivía en Medellín, en una casa que compartía con varios estudiantes. Pero desde que las clases semipresenciales se cancelaron y retornó a la comunidad de Unguía, estudiar se ha vuelto difícil por la falta de conectividad. Los promedios de Wikdi eran de 4.5, 4.3, 4.6. Este semestre, sin embargo, calcula que será de 3.3, porque no ha podido entregar oportunamente los trabajos. Algunos profesores me han comprendido; otros no”, dice sin perder la serenidad. 

 

Wikdi no sabe qué le espera el próximo semestre. La única certeza que lo acompaña desde que se aventuraba con un morral en la espalda a su colegio, es que quiere trabajar por el rescate de las tradiciones de su etnia: las historias orales de los Kuna Tule , la elaboración de hamacas, la lengua y la ley de origen de una tribu escondida en la selva que ha soportado la violencia del conflicto y hoy sigue en pie. “Lo más importante es que los jóvenes conserven las tradiciones, pues cada día que pasa es una luz que se apaga. Uno solo no puede avivar el fuego. Necesitamos trabajar unidos. Ese es mi sueño”, dice Wilki, conectándose más con el mundo donde nació que con ese otro de largas faenas. 

 





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