Colombia, como sociedad civilizada, ha retrocedido en dos años de manera insólita. La involución ha sido de tal magnitud que estamos a muy pocos pasos de desandar cien años. Las encuestas sobre la preferencias presidenciales para 2018, publicadas inmediatamente después de las elecciones territoriales de 2015, indicaban que sumadas las diversas alternativas de izquierda estaban por encima de quienes en esos momentos ocupaban los dos primeros lugares: Sergio Fajardo y Germán Vargas.
Entonces, muchos se ilusionaron al pensar que a las izquierdas colombianas les había llegado su hora, mientras en los demás países del subcontinente las corrientes ideológicas progresistas que habían ganado el poder dos o tres lustros atrás, cedían el turno a sus anteriores y seculares contendientes.
Tendremos en Colombia un domingo primaveral, pensaron muchos. Sin embargo, a medida que las negociaciones en La Habana, entre el Estado y las Farc-Ep avanzaban, un sector de las élites del establecimiento se iba endureciendo. Con la firma de los acuerdos de paz y la simple elevación de esos textos a normas legales o constitucionales, se rompió el equilibrio emocional de esas élites, quedando sus almas desnudas ante la opinión pública: poseídas de tanta mezquindad, exclusión, odio y ánimo vengativo, como aquella élite ultramontana que desangró a Colombia entre la segunda y sexta décadas del siglo XX.
Solo tres ejemplos así lo atestiguan.
El senador Alfredo Ramos, del Centro Democrático, señala en un tuit que hay que infundir temor a los exguerrilleros de las Farc-Ep, para que permanezcan escondidos: “Que les dé pánico salir a la calle porque los colombianos los aborrecemos”.
La representante a la Cámara Margarita Cabello, del mismo partido, amordaza simbólicamente las fotos de Humberto de la Calle, Iván Cepeda, Sergio Fajardo, Claudia López, Armando Benedetti y Roy Barreras con cinta negra en la boca, para ordenarles que deben silenciarse.
Otro representante del Centro Democrático, enfurecido y con su rostro descompuesto por el odio, ante el ingreso de Jesús Sanctrich al recinto del Congreso, le grita al exguerrillero: “¡Asesino…asesino...asesino!”.
En suma, esa élite mezquina y excluyente, representada en las tres ramas del poder público, en los órganos de control, el régimen electoral, los gremios económicos, ha entorpecido y saboteado el cumplimiento y desarrollo de los acuerdos suscritos entre el Estado y las Farc-Ep, hasta el punto de pretender que sus antiguos miembros no vivan, hablen o transiten en los espacios públicos, calles y plazas a los que tenemos derecho todos los hijos de este país.
El lenguaje y las actitudes de los voceros de esa élite nos indica, sin ningún equívoco, que son una amenaza real para la utopía de una sociedad civilizada. Si esa élite afianza y consolida su poder en 2018 no solo volverá trizas el acuerdo de paz, sino a las propias personas que firmaron ese documento, inédito en la historia política de Colombia.
Esa inocultable realidad trunca por ahora el sueño de un domingo para la izquierda colombiana. Lo urgente hoy, lo que reclaman con angustia las bases de las diferentes fuerzas, es la más amplia convergencia democrática de centro-izquierda. Clara López, De la Calle (o Cristo), Petro, Piedad Córdoba, Robledo, Fajardo, Claudia López, Unión Patriótica, Congreso de los Pueblos, Cumbre Agraria y todos los movimientos sociales alternativos deben conversar sin cálculos ni reservas, para acordar unas reglas de juego mínimas, que permitan llegar con un solo candidato a la primera vuelta.
Es la limitada democracia lo que está en juego hoy. Este reto no da tregua: debe estar por encima de todas las vanidades.
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POR RAFAEL BALLÉN | @Rafael_Ballen
Profesor, investigador y escritor
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